Instructivos
En una asociación libre los primeros instructivos que escribí fueron para cuando vivía mi madre. Ella era amante del buen cine y yo, no solo le proveía de películas a ella y sus amigas sino que le escribía unos instructivos para manejar los aparatos electrónicos que evolucionaron de las videocaseteras y DVDs hasta las plataformas cibernéticas actuales que ellas, creo que casi todas ellas, ya no los conocieron. En los instructivos yo ponía, por ejemplo, a) apretar el botón rojo b) esperar a que se encienda c) Si no funciona entonces... d)... No sé, cosas así.
Se juntaban los domingos a la tarde en el escritorio que fue de mi padre en la casa de la calle Catamarca 1128, mi casa familiar. Era muy hermoso ver a mi madre junto a sus amigas de toda la vida dispuestas a ver cine del bueno.Las recuerdo sentadas en fila a Malicha Benítez, a Titito y Teresita Gómez Vara, a Petota García, a mi tía Chiquitín Miranda, la hermana inseparable de mi madre, a Chita Dolder, Chochona de la Vega, Chita Caronía, Gisela Valderiotte... Ese era el público/elenco estable de aquellas funciones pero muchas veces se sumaban otras amigas. Mis instructivos caseros no solo indicaban el uso de los aparatos electrónicos sino que también incorporaban comentarios y críticas sobre las películas que les conseguía. Ese grupo de mujeres tenía como una atención dispersa ya que muchas de ellas tejían sweters, otras hojeaban revistas... mi madre hacía anotaciones en unos cuadernos mientras veían la película y creo, no estoy seguro, pero creo que no paraban de conversar. Para mí era muy emocionante verlas porque mi casa de la calle Catamarca siempre fue un open door y esas amigas recreaban el bullicio de cuando vivía mi padre y mis hermanos y yo todavía vivíamos en esa casa. La tardes de domingo, yo le entregaba la película en videocasets o en dvds... y mi instructivo. Yo era como si fuera un humilde programador de festivales o de ciclos de cine y ellas se sometían a mis elecciones. Yo y mis hermanos también amábamos el cine pero en los comienzos de nuestro amor por el cine (sin dudas transmitidos por Marta Miranda, nuestra madre) veíamos las películas que aparecían en los cines de la ciudad. Luego fueron en el azar de las propuestas que traían las tiendas de videos con sugerencias que iban de boca en boca. Recuerdo, sin embargo, críticas que salían en la revista Patoruzú que tenía el dibujo de un perrito en diversas actitudes, si la película era buena las dos orejas levantadas, si era regular el perrito sin las orejas levantadas, creo que si era pésima, el perrito quedaba acostado con unas zetas sin vocales que salían de su cabeza, irremediablemente dormido. Según Augusto, mi hermano mayor, el perrito nunca le erraba. Pero en general, no estaba incorporado en nosotros, quizás por la marginalidad provinciana, un canon de buenos o malos directores o de buenas o malas películas. Veíamos lo que veíamos, y punto. Esa misma forma, al menos para mí, se daba con la literatura: leíamos lo que leíamos, aquello que caía en nuestras manos.
El tiempo de un cine aceptado por críticos como Salvador Samaritano o Fernando Martin Peña o por las sugerencias de revistas como El Amante Cine llegaron más tarde a nuestras vidas. Mi oficio de escritor de humildes instructivos y de programador recibía cada domingo un cariño inenarrable de aquella mujeres. Era una de las tareas que más me gustaban hacer en aquel tiempo.
Hace unos cuantos años viajé a Río de Janeiro. Ni bien llegué comprendí que me había equivocado de destino. Era enero y hacía un calor horrible. Creo que pude ver la cara burlesca del taxista por la idea de venir en un tiempo que hasta para ellos era insoportable. No miento, hacía un calor húmedo incompatible con la vida humana. Ante el más mínimo movimiento el cuerpo tomaba la consistencia de una babosa desfalleciente y húmeda. El hotel estaba en Ipanema, sobre la playa, una ubicación privilegiada. El aire acondicionado del hotel nos trajo un gran alivio pero era inconcebible quedarnos en el cuarto cuando a un paso está el paraíso terrenal, ¿no? Así luce ese lugar. S, mi mujer y yo, nos pusimos sendos trajes de baño y subimos a la piscina ubicada en la terraza. Error, no corría una brisa y todo el lugar, pileta incluida era la réplica exacta del interior de un horno a fuego lento. La vista del mar y de la bellísima vegetación de Rio se opacaba en esa fragua. Fuimos a la playa y por dios y las barbas de satanás, la misma sensación. La arena, la brisa marina, el amontonamiento de gente, todo, absolutamente todo era un infierno; hasta el mar se había entibiado como en complicidad de semejante calor. Desolado y envidioso me imaginé el viento fresco de Mar del Plata y me reproché la elección. S, mi mujer, hacía un silencio que yo lo leía como: ¨mirá adonde me trajiste¨ aunque ella también había decidido el lugar. Volvimos a la habitación del hotel. Creo que no habían pasado ni tres horas del peor comienzo de vacaciones de mi vida cuando se me ocurrió una idea salvadora. Estaba decidido y S aceptó: conoceríamos Rio en su cara de ciudad legendaria y dejaríamos de lado, o en un segundo plano, su faceta playera tropical. Ir al centro, conocer sus iglesias, sus museos. Su vida íntima como la gran ciudad que sin dudas es.
El clima al otro día mejoró pero la decisión estaba tomada. Cada uno de los días nos lanzaríamos a meternos en el mundo carioca. De esa experiencia surgió a mi regreso unos escritos que publiqué en mi muro de Facebook y aunque no lo crean los llamé instructivos. Instructivos para conocer Río de Janeiro. Ahora los voy a publicar en Sol a Plomo este blogspot que estoy inaugurando.
Justamente, mi idea, casi una verdadera obsesión, es escribir sobre mi ciudad o de mis pagos como nombraba Canal Feijoó, el santiagueño, a esa región a la que uno pertenece no delimitada por cuestiones geopolíticas. Es verdad que mis primeros instructivos empezaron en una ciudad distante como lo es Río de Janeiro, pero mi ambición es recrear cosas de la vida de mi propia ciudad que no tienen un relato en la historia
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