Cuando murió Margot...
Margot
Hoy murió Margot. La amiga de Marta Beatriz Miranda, mi madre. Como Margot no vivía en mi ciudad, prácticamente no la veía, salvo en raras oportunidades en las que viajaba a Buenos Aires y me hacía un tiempo para visitarla. En rigor, a quien quería ver era a Herberto, su esposo al que consideraba una especie de ser especial. Un ser de luz, dirían los místicos. Margot era pies en la tierra y en algún sentido, áspera. Como si haber sido huérfana de muy pequeña la hubiera hecho así, dura y con una cierta amargura tierna a flor de piel. Herberto era todo lo contrario a pesar de que era lo que se suele conocer como un cascarrabias, un hombre de pocas pulgas, era una de las personas más serviciales y cariñosas que conocí. Cualidad que se enaltecía porque era un hombre pobre con relación a la riqueza de su familia en su juventud. Jamás lo escuché quejarse por su suerte, por su mala suerte en lo económico.
Hoy no murió él, la que murió hoy fue Margot. Sentí que el techo en el que se dibujan mis mayores muertos se completaba, como si ese lugar de mis muertos queridos, mientras ella vivía, tenía un lugar vacante. No era una pariente. No era mi tía. No era sino la que, por haberse quedado huérfana de niña, de muy niña, fue criada muy cerca en la casa de Marta Beatriz, la mujer que después sería mi madre. Había entre ellas un vínculo raro. Supongo que había una asimetría insalvable por la orfandad de Margot pero que las dos sorteaban con una amistad muy fuerte. Mi madre ya murió hace unos años, pero mientras vivió no hubo día en que no hablaran horas por teléfono. También murió Herberto… y murió mi padre y… no sigo porque la lista es larga y triste de recordar, y la verdad, no creo que tenga importancia alguna para nadie, excepto para los que ellos fueron nuestros mayores.
Como suele suceder en estos días, a Margot muerta, a sus restos, quiero decir, la despedirían velozmente. Casi era un hecho que la cremarían. Ese hecho de convertir en cenizas el cuerpo era un reflejo de la practicidad moderna. En algún sentido era impresionante que tantos, pero tantos años tengan una salida rápida del mundo de los vivos, del mundo que también fue el de ella.
No sé. Algo raro sentía. Me decía, que se haya muerto Margot no quita ni pone nada, absolutamente nada a mi vida. Lo que debería sentir es …. nada. Nada de nada. La vida continua. Salí de mi casa en el auto. Mi idea, como era feriado de Carnaval, era ir a un bar de la Costanera a leer. Pura casualidad con la cercanía de la muerte, pero quería terminar de leer Los Suicidas de Antonio Di Benedetto.
Tomé la costanera que por una ordenanza municipal las marchas no deben superar los 40 km por hora. Hay radares y esas cosas que hacen que uno viaje a paso de hombre. Cuando llegué al bar que está justo donde estaba un pequeño zoológico decidí seguir. Seguí muy lentamente por la costanera vieja, luego seguí por la nueva costanera hasta el final. Puse de música Quanta Quália de Patricik Hawes en su versión de coros. Es bella y muy triste. Qualia es difícil de traducir. No sé bien qué significa, pero creo que es algo así: si uno pensaba en el negro, el qualia del negro es la negritud. O lo que yo sentía y que no podía explicar en palabras era el qualia de eso, del raro sentimiento ante la muerte. Lo que sentía, dolor no era. Tristeza tampoco. Sólo se me metía como un taladro la frase: se murió Margot.
Al llegar al final de la nueva costanera, bordeé la estatua del comandante Andresito, una alta escultura hecha de restos de hierro, y en vez de volver para el centro me dirigí por la avenida Jorge Romero hacia el cementerio verde. Desde la punta de la costanera se lo ve a lo lejos como un vergel de la naturaleza. Paradójicamente, el lugar de los muertos es un lugar bellísimo y con una vitalidad de la naturaleza extraordinaria. Los cementerios verdes reemplazaron a los viejos cementerios que eran como verdaderas ciudades para muertos. En vez de casas tenían mausoleos, panteones, nichos y tumbas en la tierra. Estas viejas ciudades de muertos replicaban las diferencias sociales que iban desde panteones que parecían mansiones a humildes tumbas señaladas con pequeñas cruces. El nuestro, el San Juan Bautista, era muy hermoso sobre todo porque envejecía y esa mezcla de imponencia y ruinas, mas el avance del musgo sobre los mármoles o sobre las esculturas le daban una profundidad especial. Aquí y allá, detrás de las puertas de bronce se podían ver los ataúdes que rompían el hechizo de la arquitectura de la vanidad humana. Era preferible ignorarlos, no verlos, ni imaginar su estado. Era su ciudad, pero a condición de estar sepultados, invisibles.
Hoy no fui al viejo cementerio sino al cementerio verde. Así lo llamaba yo porque era realmente un paraíso terrenal y una sofisticada manera, esta vez con complicidad de la naturaleza, de ocultar la muerte. No solo se encuentra al lado del río, sino que está lleno de árboles nativos… lapachos, jacarandaes, chivatos, tipas… y entre las tumbas invisibles, amables bancos de plazas. Yo me metí con el auto hasta el sector donde estaba la tumba de Marta Beatriz Miranda, la amiga de Margot, mi madre. Me pareció que se lo tenía que contar. Quizás ya lo sabía o quizás no. Quizás los muertos ni siquiera sepan que se han muerto, quizás estar muerto sea eso: no enterarse de nada. Quizás esos restos sean solo parte de la tierra … quizás… quizás… no tenía idea de nada en ese momento. No crean que no me sentía un poco chiflado por estar allí porque sí que me sentía por lo menos ridículo. Me senté en uno de los bancos no sin antes pasear por entre las pequeñas placas que indican los lugares de las tumbas. Solo yo estaba en ese inmenso lugar. Ya sentado me perdí en mis pensamientos. Pensamientos, uno tras otro, pensando en nada. Me puse los auriculares para volver a escuchar el Quanta Qualia pero ahora en versión de piano. No estaba triste pero mis ojos no lo sabían y lagrimeaban… y algo en la garganta.Tal vez la maldita música… No sé. No sé…
Era una voz lejana que se acoplaba a los acordes del piano… Me sobresalté… Era el hombre que cuidaba el lugar.
Sentí que aquel hombre tenía una gestualidad ancestral. El y yo éramos los únicos seres humanos vivos en aquel lugar. Sentí una conexión inmediata con él. Todo él era amabilidad y su mirada si se cruzaba con la mía de inmediato retomaba su mira hacia el pastizal como suelen hacer la gente del campo. Me disculpé aunque para mí sólo había colocado del auto sobre el césped…
Cuando corrí el automóvil hacia el concreto del camino, sacándolo del pasto, el hombre ya se había alejado pero de lejos asintió con la cabeza en señal de agradecimento.
Bajé del automóvil. Tomé unas ramas secas del piso e improvisé una cruz. Me acerqué a la tumba de mi madre y puse la cruz a su lado. Dije en voz alta:
Levanté mis ojos hacia el bellísimo paisaje, vi el gran rio correr, un barco anclado en la costa y me dije:
bellísimo relato Fer, hermoso, hermoso, por momentos creo que lo estoy leyendo a García Marquéz, .....que te puedo decir ..."se murió Margot"
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