¡JAPÓN ES TRENES!
Manicero tan temprano/
y en la plaza Libertad/
epa amigo, no confunda/
es el tren que se nos va.
Cancho Gordiola Niella…
Martes 24 de septiembre de 2019. Unos días, pocos, muy pocos, de estar paseando por Japón. De Tokyo partimos en tren para Kyoto. Japón es trenes, pienso. En el vagón, un niño llora… hace ligeras pausas pero vuelve a llorar. Los japoneses son muy silenciosos, quizás por ello sus niños sean tan bulliciosos. ¡Voces alegres! Aún disfrazadas de llantos de malcrianza, disonantes,guturales, las voces de los niños son vida.
Leo en Mar de Fondo de Patricia Hightsmith, el libro que me acompaña una cita que ni siquiera entiendo el por qué la puso: ¨Dum non sobrius, tramen non ebrius¨ Nunca del todo sobrio, ni del todo borracho. Tal vez describa cierta temible medianía de mi vida, de aquello que detesto de mi vida.
No dejo de reparar que es 24 de septiembre. Hace años en el atrio de la iglesia de la Merced de la ciudad de Corrientes, mi abuela materna me susurra al oido: ¨ para Napoleón Bonaparte este fue el día más importante de su vida.¨ Aún sentía en mi boca el regusto e inigualable de la hostia consagrada de mi primera comunión.
Las voces del niño del tren no son alegres ahora. Irritan. Dejó de leer. Me invade una especie de somnolencia lúcida. Recuerdo que ayer visitamos Nikko una ciudad llena de templos budistas/sintoístas. Supongo que esas religiones deben tener diferencias pero para mí son iguales. Nikko es inenarrable. Nikko es un viaje al medioevo japonés. Nikko es una mezcla de naturaleza en inmixión con esa arquitectura de una estética y mística tan diferente a lo occidental. Lo sagrado. La belleza. La mística. Se juntan en mí mente, no hay diferencias. También Nikko se fusiona a Kyoto como si fueran una sola ciudad. Reaparece la prefectura de Nara una ciudad llena de templos budistas y millares de ciervos. Son como nuestros guazunchos correntinos. Al parecer el sintoísmo venera o sacraliza a los animales. Estar entre ellos, amén de la rareza para nosotros, es como estar entre dioses paganos. Algo brutales a pesar de su apariencia mansa. De Nara tengo el vívido recuerdo de un templo en el que está un estatua de Buda gigante. Es difícil reproducir la impresión que causa, es realmente fuera de la escala humana. Al principio de nuestra estadía en Nara no dejamos de tomar fotos a los ciervos, a los templos, luego a los ciervos y a los templos todos mas o menos parecidos. Luego fotos nuestras con los ciervos y los templos. No tardó en llegar, creo que en todos nosotros la sensación de hastío. Es como si al principio, en Nara hubiera un hechizo de amor con el lugar y luego se rompiera. Los ciervos parecen no saciarse jamás, Hasta tengo la percepción de que nos persiguen para que los alimentemos con unas galletas que se venden en todas partes.
Miro por el amplio ventanal del tren y me doy cuenta que me es imposible calcular la velocidad. Es veloz, sin dudas, pero no tengo la menor idea de si es a 100, a 200 o 300 kilómetros por hora, el vagón parece inmóvil. Cierro los ojos y vuelvo a Nikko. Entramos a un templo. Afuera llovía con cierta indecisión o mejor dicho con una alternancia de llúvia, llovizna, garúa a nada. Un hombre vestido con kimono nos indica que debíamos descalzarnos. Nadie debía profanar el templo con la suciedad de los zapatos.
Ingreso con un impermeable, una pequeña capa descartable. Un joven, también vestido con kimono, muy molesto, me ordena con gestos que me la quite. Obedezco. En general suelo ser sumiso a las órdenes insensatas, aunque no oculto mi irritación. Una larga fila se desplaza alrededor de objetos religiosos de los que desconozco su significado. Son estatuillas, cajas que humean, tal vez sea incienso pero no huele como tal. Más bien no huele a nada. En el techo está dibujado un gran dragón. De hecho, el lugar sagrado es el templo del dragón. Cuando todos terminamos de rodear la sala se siente la oscuridad y el silencio. Desde el centro, un monje, o alguien vestido como tal, dice unas palabras en japonés. Hay cierta musicalidad en sus palabras. Cuando se detiene, hace una reverencia y sobre todo, se suma al silencio y a las penumbras. Silencio. Oscuridad. La gente también enmudece aún más. El silencio se interrumpe cuando golpéa unos maderos entre sí. El golpe es intenso y seco, muy agudo. Me estremezco levemente. Repite varias veces el golpetéo hasta que surge un intenso y extraño sonido, es un rugido que reverbera como un eco que envuelve a todo el templo. El eco se acompaña de una suave exclamación colectiva. Al rugido lo recuerdo como un triri, triri, triri o tal vez, agüí, agüí, agüí, pero no es un sonido agudo como harían suponer las ies finales sino grave… los golpeteos previos eran agudos, el rugido grave y disonante.
- Es el llanto del Dragón- me susurra mi hermano Francisco que había leído el misterio en un prospecto en inglés.
Si hubiese sido un ritual cristiano el dragón lloraría por nuestros pecados pero los motivos de este dragón sintoísta se me escapaban. Tampoco me interesó saber el por qué.
El niño del vagón me trae de vuelta al tren a Kyoto. Ta, ta, ta… grita. No es la voz del dragón por lo que nadie exclama. Luego habla en lo que supongo es un balbuceo japonés infantil aunque es tan inentendible para mí como el mejor japonés pronunciado por los adultos.
Vuelvo a pensar en el Templo del Dragón y me entra una duda, no será que este templo está en Kyoto. Llamó por teléfono a Indalecio para preguntarle y él también recuerda vagamente que fue en Nikko.
- Fue el templo de la total oscuridad- dice
Poco importa el lugar, me digo. Un templo, todos los templos. Una ciudad del Japón, todas las ciudades. Recuerdo la oscuridad como un modo de meditación, que logró en mí el temor de no llevarme por delante a una persona o a un niño japonés. Recuerdo que en Berlín había un restaurante totalmente a oscuras para personas videntes atendido por ciegos. El experimento no me pareció aceptable ya que imagino que la experiencia de ser ciego no es tanto no ver en un momento sino saber que no se vera nunca más. Por otro lado, la angustia de ser ciego, dijo una vez Germán García, es no poder controlar con la mirada cómo nos ven los demás más que no ver. Hago todos estos desvíos a mi crónica porque me duele no haberla hecho en el momento por lo que todo se todo se mezcla. Si viviera Girala Yampey me entendería, el hacía un elogio de las mezcolanzas que para él era el guaraní, su lengua materna paraguaya, el castellano de Corrientes donde había vivido la mayor parte de su vida y el árabe libanés de su herencia paterna. Ahora yo mezclo las ciudades y los momentos. No está mal, me digo, aunque no dejo de sentir un tufillo de culpa por escribir sobre un país tan inconmensurable en historia como el Japón.
Cuando el monje de las maderitas culmina su acto de hacer llorar al Dragón nos invita con gestos a salir. Me sumo a la fila de salida en la que nadie se toca, las multitudes son multitudes en Japón pero no se tocan entre sí. Es como si hubiera una distancia siempre presente. Como las de los pájaros en sus vuelos en bandadas. Estoy por reflexionar sobre la mística japonesa cuando veo que aún dentro del templo, un largo mostrador exhibe baratijas religiosas, pequeños dragones, talismanes protectores, cadenitas, cajitas de madera… Pienso en Jesús, el dios hecho hombre, imagino a un Jesús japonés, repartiendo latigazos a los mercaderes del templo. Me indigno yo también. Sentí que todo era una farsa, que nada, absolutamente nada, de la sagrada mística medieval del Japón imperial persistía.
Recordé a San Francisco de Asís expulsado de su congregación por resistirse a implantar una logística económica para alimentar a las multitudes que lo seguían. San Francisco en su final. Imaginé su tristeza. Su soledad. Comprendí a Yukio Mishima. Comprendí su suicidio, su acto de repudio al avasallamiento del espíritu samurai. La sociedad mercantil que pisotea la dignidad de sus antepasados. Pensé en el gran dilema ético que atormentó al gran escritor.
La insípida ética del Primum vivere … primero vivir, vivir a cualquier costo. Imagino la nostalgia de la ética antigua: preferir la muerte si la condición para seguir viviendo implica perder aquello que hace que una vida sea digna de ser vivida. Seguir viviendo aunque tu vida se parezca a la de una bestia repugnante, decían los antiguos. Usaban la figura del chancho, pero de un tiempo a esta parte los cerdos adquirieron para mí cierta dignidad respetable, por lo tanto, prefiero usar ¨bestia repugnante¨ en vez de los pobres chanchos que encima cada tanto los comemos.
Los guardias del tren y los ordenanzas no dejan de pasar de un vagón a otro pero cuando van a abandonar nuestro vagón para abordar el siguiente, se dan vuelta y hacen un reverencia inclinando la cabeza hacia el resto de los pasajeros que van a dejar atrás. Hay algo hermoso en ese gesto. Gesto inútil pues tengo la impresión que nadie lo observa, ni responde. Lo inútil siempre tendrá su dignidad y su belleza para mí.
Al final de nuestro pasaje por el fantástico mundo de templos, yo tenía una especie de ánimo sombrío. Sospechaba que no tenía que ver con la experiencia de lo grotesco sacro/mercantil, con la idea de haber visitado una especie de museo religioso parecido a esos museos de ciencias naturales con dinosaurios de plásticos, irremediablemente desaparecidos, sino a una nostalgia por la ciudad de Tokio. Las ciudades me alegran la vida y los pueblos y parajes por más bellos que sean me dan tristeza. Tal vez sea, me digo, reminiscencias infantiles de la tristeza de los atardeceres en el campo familiar, el croar de las ranas, su compás melancólico...
Además de cierta melancolía, tenía hambre. A algunas personas la tristeza les quita el hambre, no a mí. Hasta este día de nuestro viaje en Japón habíamos comido muy mal. Sin dudas no se trataba de la comida japonesa sino de que tanto en oriente como en occidente, en el norte y en el sur, hay buenos y malos cocineros. Nosotros habíamos dado con los malos.Luego de consultar la guía por internet encontramos un lugar pequeño que se encontraba a 100 metros aproximadamente de uno de los puentes más antiguos y bellos del Japón medieval. El entorno es hermoso por el río, la vegetación y el puente es precioso, pero no deja de ser una farsa ya que sólo está allí para las fotos, ya no une nada de nada. Uno de sus extremos esta cerrado porque pasa un ruta asfaltada. Sacamos fotos para no dejar de ser poco originales y seguimo nuestro camino en busca del lugar para comer.
El restaurante era muy, muy pequeño. Era tarde pero detrás de un ventanal una mujer pequeña, vestida con un uniforme y gorro idéntico a los de las juventudes militantes de la revolución China, no paraba de hacer reverencias e invitarnos a entrar. Aquel momento fue cálido y mágico. Vi la sonrisa de Indalecio, un amigo que por su paciencia y sabiduría, lo considerábamos nuestro Shogún. Fue como un cambio brusco en el ánimo del grupo. Sobre una de las paredes había un panel horizontal con esquelas pegadas por los clientes. Las esquelas estaban en todos los idiomas, también en español. El plato que elegí tenía tres partes: un exquisito fideo salteado al modo oriental que yo nunca había probado en mi vida, unos brochets de cerdo grillados y el infaltable arroz. No tenía experiencia en el uso de los palillos para comer pero comprendí que el encanto estaba justamente en usarlos como ellos. No entendíamos una palabra de lo que decía aquella pequeña mujer pero había alegría en sus gestos. Tuve ganas de gritar de contento. No era para menos ya que sentí que el espíritu samurai y toda una cultura milenaria, el camino de los dioses sinthoistas o budistas o lo que fuera de la tradición del imperio se hacía presente en cada bocado. Pensé qué tal vez el espíritu milenario del Japón eludia la grandiosidad de los Emperadores, las panzas de los Shogunes, los templos fastuosos y sus dragones, de sus monjes y rituales para vivificarse en la gestualidad de estas humildes cocineras.
En la humilde fugacidad del arte culinario contemplé la grandeza del Japón. En retribución, yo y mis compañeros de viaje nos paramos frente a la pequeña cocina en la que estaban la cocinera y la pequeña mujer de uniforme maoista. Hicimos una reverencia de agradecimiento. Inclinamos nuestras frentes.
Pensé qué tal vez Mishima, el gran Mishima, no comprendió que el espíritu samurai jamás estuvo en los palacios, ni en los templos, ni en los sacrificios a dioses oscuros sino en el corazón de la gente humilde. No soy quién para juzgarlo pero creo que no supo verlo…
- Tal vez, la dignidad existencial de los pueblos nunca sea viril, recia y grandilocuente sino femenina, alegre y humilde cómo el arte de estas mujeres.
Tengo muy presente mi viaje en tren a Kyoto. Pienso que Kyoto es una ciudad entrañable. Pienso en Kawabata… en sus novelas. Tal vez en Ishiguro y la tristeza de los paraísos perdidos. En especial pienso en su bellísima novela Nunca me abandones pero aún habiendo tanto para describir de esa maravillosa ciudad, hay solo dos o tres cosas que no puedo olvidar. Una de ellas, una especie de indignación fruto de mi ignorancia. En casi todas las casas hay pequeños altares, creo que sintoístas, con unos símbolos idénticos a las svásticas nazis. En casi todas las casas hay un pequeño templo con esas cruces y aunque mi hermano me explicó que están al revés y que su sentido es religioso, no dejan de parecerme siniestras. Deberían sacarlas, pienso, aunqué sé lo estúpido que suena este pensamiento.
En Kyoto me dejé llevar a un templo, el Fushimi Inari – Taisha. La impresión que tengo es que son millares de puertas, pórticos de color rojo que se llaman Torii. En realidad son como arcos de madera que delimitan un espacio. Estos toriis, uno en sucesión con otros delimitan un camino sagrado en la ladera de la montaña que se la conoce como Inari. Inari es una diosa especial ya que representa la fertilidad, al arroz y a los zorros. De hecho, son muy hermosas unas estatuas que yo creía que eran de unos perros a los que se les colocan unos pañuelos. Es una experiencia única subir a esa montaña sacralizada por estos pórticos.. Cada cien o doscientos metros hay como descansos con estatuas religiosas o tributos a determinados Shogunes que participaron en la construcción del templo. Es una experiencia hermosa pero agotadora. De todos modos yo llegué hasta lo más alto de la colina. Después fuimos a un lago muy hermoso pero ya no se me iba de la cabeza mi deseo de regresar a Tokyo.
The Kyoto Train Station in my mind…
El regreso a Tokio nos obligó a volver a la estación de trenes. Tal vez, el tren que nos trajo nos dejó en otro lugar, en otra estación, no lo creo pero la verdad es que al llegar a Kyoto no alcancé a apreciar aquella magnífica estación. ¿Habíamos llegado a esa misma estación? No podría afirmarlo. Era, lejos, lejísimo, la estación de trenes más hermosa que vi en mi vida. Un hall central amplio pero si uno miraba a su alrededor y hacia arriba veía una estructura arquitectónica de hierros y cristales, bellísima. Partían desde la derecha y de la izquierda dos largas escaleras mecánicas que se conectaban, en otros pisos con otras. Eran varios pisos con techos altísimos. Pensé, así, en una mirada rápida, que había más escaleras mecánicas en esa estación que en toda mi ciudad y me atrevía a pensar qué tal vez más que en varias ciudades juntas de mi país. Como había un tiempo de espera para nuestro tren me subí en la escalera de la derecha, luego a otra y a otra y así hasta una terraza/ jardín en la que había un jardín de juncos y hasta unos pequeños árboles que supuse eran los famosos árboles de cerezo. Lo supuse por que no estaba florecidos y no tenía forma de preguntar por el idioma.
Todo Kyoto se veía desde allí pero lo que recuerdo con más ternura es ver a mis hermanos y a Indalecio que, dispersos, también subían por las escaleras mecánicas. Esa alegría de encontrar a tu grupo de pertenencia luego de separarte un breve tiempo es entrañable. Es como si uno fuera un chico perdido en la multitud y de golpe, antes del llanto y la desesperación, ves entre la multitud que aparecen tus padres. Son raros los viajes. Desde lo alto de la terraza se veía todo Kyoto y una torre inmensa que parece un signo del Japón moderno. Hay una torre inmensa también en Tokyo. A todo esto, y evitando las críticas que vendrán, yo mismo me reprocho hacer una crónica de un país tan rico en historia, tan impresionante y sorprendente y escribir una miserable crónica que con justicia debería llamarse ¨ de cómo perder en una crónica lo esencial del país que se visita ¨.
Qué bajón el final!!! Por qué ubicar a unas reflexiones desordenadas sobre un viaje en el género crónica? Me dejé llevar x la lectura, a veces con más o menos interés pero lo más hermoso son la descripción de situaciones. Eso y la posibilidad de hilvanar con otras realidades me encantó. Vamos Fermín
ResponderEliminarGracias por tu comentario... sos KIKO no? Un fuerte abrazo. PD: me había olvidado de lo que escribí jaja... lo que mando por Whatsapp es más breve
EliminarUn hermoso texto estimado Abelenda!
ResponderEliminarQué gran relato!
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