Un Maestro de Ajedrez
Los Instructivos de Fermín
LOS INSTRUCTIVOS DE Un Maestro de Ajedrez
- - Creo que es urgente- dijo Horacio Molina el jefe médico del centro coordinador
- - Ya voy- dije simulando un entusiasmo que ocultaba mi malestar.
Odiaba aquel trabajo. Yo era joven y odiaba trabajar… y mucho más odiaba trabajar en aquella guardia. Empecé a vestirme y recuerdo como si fuera hoy, el fastidio exagerado que sentía. Aquella guardia era como un castigo y esta llamada, un sábado a la noche, era la prueba de mi desdicha. Me vestí lo más rápido que pude. El maletín lo tenía en el Citroén 3 CV con el que hacía las guardias. En eso estaba cuando nuevamente sonó el teléfono. Me apresuré a atender ya que podía ser un nuevo pedido de asistencia y además temía que el ring del teléfono despertara a mi mujer.
- - Sí- dije
- - ¿Doctor Miranda? – Era una voz firme pero parecía la de un hombre mayor.
- - Sí. ¿Quien habla?-
- - Soy un familiar del paciente por el que…
- - ¿El de la calle Boyacá? - Me apresuré a decir…
- - Sí, exacto. – dijo con voz firme- Lo llamo para pedirle mil disculpas por la molestia de haberlo llamado pero no va a ser necesario que Ud venga… fue solo un susto… el paciente ya está perfectamente bien…
Sentí un alivio difícil de definir. Una sensación de alivio y alegría por no tener que ir. Me encantó aquella sorpresiva suspensión. Toda mi vida, desde las suspensiones de las clases en el colegio ya sea por lluvia o incendios o derrumbes de la escuela u otros motivos sentía una alegría muy grande. Ni siquiera era que me disgustara lo que se suspendía pero las suspensiones tenían algo de encanto para mí. Quizás por me costaba a mí, suspenderlas por mi cuenta. Aquella noche no fue la excepción. Empecé a desvestirme… feliz. Pero la alegría duró muy poco. Pasaron no más de quince minutos, tal vez media hora, cuando el teléfono volvió a sonar.
- - ¿Sí?
- - Miranda, Molina, yo nuevamente.- La voz sonaba tensa.
- - Ah. Sí, Molina. ¿Hay un nuevo auxilo? Pregunté…
- - No, nuevo no. ¡no fuiste al de Caballito!
- - Es que me llamó un familiar para suspender… Dije con tono defensivo...
- - No, Miranda, no, el que te llamó era el mismo paciente. La mujer está furiosa porque no fuiste. – Eran dos los furiosos: Molina, el jefe de la guardia y la mujer del paciente a quién no conocía.
- - Ya voy para allá- dije sin defenderme. Sentí que me había dejado engañar por el placer de la suspensión…
Mi eterna pereza siempre se imponía hasta en cosas que deseaba hacer.
Tome por Ecuador hasta la avenida Córdoba, Angel Gallardo, Gaona…y me metí hacia el barrio de caballito, a la derecha. Lo cierto es que estuve en la casa del enfermo en no más de veinte minutos. Me recibió una mujer de unos 45 años, elegante y, contrario a lo que me esperaba, muy calmada y amable. La casa era austera y sobre un aparador observé un candelabro muy propio de las familias judías. No era la estrella de David pero era…
- - Somos una familia judía- dijo la mujer al ver mi mirada.
- - Ah. Mire- dije- le quiero explicar que mi tardanza se debió a…
- Ya sé doctor. Fue mi marido el que lo llamó…
Miró unos objetos tirados en el piso. Pedazos de vidrio y tasas de porcelana hecha trizas…
- Se pone muy agresivo… está todo hecho un desastre…
Su apariencia apacible me trasmitía algo inquietante. Como si esa calma expresara que todo esto ya no era un problema de su familia, de su esposo o suyo sino totalmente mío… y que yo y solamente yo debía resolverlo…
- - Donde está él- dije. Tenía cierta inquietud por lo que me podía encontrar.
- - Lo acompaño- dijo.
Atravesamos un largo pasillo hasta el cuarto del enfermo que al parecer era el cuarto de ambos.
A esta altura del relato sentí que no quería perder lo esencial por lo que le dije a Darwy: la hago corta. El tipo estaba como un zombie, el paciente, quiero decir. Tenía una mirada perdida hacia sus pies. La cama matrimonial, tendida. Estaba vestido como de entrecasa. La mujer cerró la puerta pero antes de irse le dijo:
- - Hablá con el doctor… contale lo que te pasa…
Justamente eso fue lo que no hizo. No hubo caso. Una y otra y otra pregunta terminaban en un mutismo absoluto. Yo tenía la sensación de que me entendía, que comprendía el sentido de mis preguntas pero que las rechazaba. Y en mi interior sentía un rechazo a mi presencia. De que su silencio significaba no quiero que Ud esté aquí.
Hay personas que soportan mas que yo el rechazo. Ni lo conocía pero su rechazo me hacía sentir mal. Era como una pasión de ser aceptado, querido, que yo tenía de muy pequeño. Intenté de muchas maneras romper con esa situación incómoda hasta que hice yo también silencio. Me quedé en absoluto silencio. Solo dejaría pasar unos minutos y me iría. El hombre necesitaba un psiquiátra, no un médico.
En un momento me paré frente a sus pies y a su mirada y fue en ese momento en que vi la biblioteca. No pude no haberla visto antes porque era inmensa pero fue recién en ese momento en que la vi. Sentí que se daba lo que dice Norman Mailer que una biblioteca da profundidad a una casa. Me acerqué a ella y vi que estaba repleta de libros de ajedrez. En algunos estantes habían fotos. Recuerdo una de Bobby Fisher con Boris Spasky, una foto en blanco y negro, mal encuadrada, fuera de foco…. Rompí el silencio:
- - Ud. Juega al Ajedrez?
Silencio.
- - ¿Me permite? – dije, pero sin esperar respuesta saqué un libro Finales de peones de un tal Maizelis y otro de Técnicas de Ataque en ajedrez de Raymond Edwards… los hojeé y los puse en su lugar. Eran libros viejos, las anotaciones eran a la antigua, P4R (Peón cuatro Rey, por ejemplo.) y no como las actuales de letras y números. Dije como para mí:
- - Yo jugaba al ajedrez…
Coloqué los libros en su lugar y pregunté:
- - ¿Ud juega? ¿no?-
También hubo un breve silencio pero esta vez, sin mirarme y como dicho para sí mismo, dijo:
- - Jugaba. Sí. Jugaba. Como Ud. Doctor… jugaba…
Era la misma voz de teléfono y por segunda vez me producía una especie de alegría. La primera por la bella suspensión, ahora porque rompía silencio y lo que yo sentía como rechazo.
- - Veo que casi toda su biblioteca es de ajedrez…
- - Sí… y esos.- señaló con el dedo la parte baja de la biblioteca- Los de abajo, son míos.
- - Como que suyos.
- - Sí, míos… Los escribí yo.
Por primera vez sentí que había una inversión en nuestro encuentro. Ahora era él quien quería ser aceptado. Sentí en sus palabras un sentimiento de orgullo. Algo humano. Tenía una voz suave por lo que supuse que en el teléfono impostó la voz para simular cordura. Creo que todos pensamos que los cuerdos, los poderosos, los que andan por el mundo como si este fuera de su propiedad exclusiva, hablan fuerte y claro.
En un momento su mujer abrió la puerta del cuarto, asomó la cabeza y fue testigo de nuestra charla. No podría asegurar pero hasta creí ver una sonrisa en su rostro y me sentí feliz. Tuve la impresión de que lo que dominaba el cuadro era poder calmarla. Pensé que eso era el denominador común de mi vida. Apaciguar el deseo femenino... Como si siempre en mis relaciones con las mujeres en general…
- - Saqué yo mismo- dijo el hombre.
- - ¡Qué!… ¿Ud editó sus libros por su cuenta?
- - No, no, los libros no, los libros son de Editorial Eudeba… No, digo que la foto que Ud estuvo mirando… la de Bobby Fischer y Boris Spasky… la saqué yo en Moscú. En aquel tiempo yo también competía…
- - Genial, dije… ¿Por qué dejó de jugar?
Creí ver lágrimas en sus ojos al responder y dijo:
- - Para jugar no solo hay que saber ajedrez sino tener templanza o no estar loco de tristeza como estaba yo… Como estoy siempre yo. Sin vanagloriarme sabía más de ajedrez que muchos pero angustiado no podía terminar un partido…
Leí en la contratapa de uno de sus libros sobre el gran maestro ruso Karpov, que este hombre que hablaba conmigo, que me contaba anécdotas con los grandes maestros de ajedrez del país y del mundo, que vivía en un modesto departamento de Caballito había sido nada más y nada menos que un campeón argentino de ajedrez en el año 59… y que fue asesor y maestro de muchos ajedrecistas jóvenes… Entre ellos de Marcelo Tempone al que yo conocía por recordar vagamente que Jorge Gómez Bayllo un maestro de ajedrez de Corrientes lo había derrotado. No dije nada de ellos. Sentí, al estar en ese cuarto, una profunda admiración por ese hombre. Yo siempre fui un mal jugador pero amaba el ajedrez. Creo que le comenté que Bobby Fisher estuvo en Corrientes, que yo lo conocí, que Rolando Cánepa (al que conocí mucho tiempo después) fue el único que le hizo tablas en unas simultáneas ante veinte jugadores...
- - ¿Lo curaste?- dijo Darwy con ironía.
- - No, no lo creo. Quizás él me curó a mí… amé tener esa charla con él… Esa noche sentí que amaba mi profesión que me conectaba con hombres así...
- - Y qué pasó después…
- Bueno nos despedimos…la mujer parecía estar en paz… Me reí al comentar lo de la mujer…- como si lo más importante de todo hubiera sido en el fondo calmarla a ellla y todo lo demás fuera una anécdota tonta-.
El maestro de ajedrez estiró los brazos hacia la biblioteca, tomó uno de sus libros y me lo dedicó con una letra temblorosa e ilegible. Ya en mi departamento solo pude descifrar de su letra casi ilegible… dos palabras en una corta dedicatoria: Ajedrez y Afecto. Nada más.
Bobby Fischer
Ajedrez y Afecto... Relato original...
Sábado a la noche en Buenos Aires. Fermín Miranda tenía 26 años. Tiempo de juventud. El mundo por delante y grandes ilusiones… pero los sábados sentía, como un castigo divino, estar reducido a ser un vulgar médico de guardia. Agobio y hastío. Vivía en el departamento de su abuela en la calle Charcas a la altura de la calle Ecuador. Amaba Buenos Aires y en particular el barrio Norte donde vivía pero todos los sábados a las 7 de la tarde hasta las 7 de la tarde del domingo perdía su libertad en una triste guardia médica. Así, como una triste guardia médica, la sentía. En la guardia tenía tres opciones, médico de ambulancia, médico en la sala de coordinación telefónica o médico en automóvil en alguno de los distritos porteños del PAMI. Al principio, como no tenía automóvil, no le quedó otra que hacer la guardia en la ambulancia pero ahora la hacía en su Citróen 3CV -M 28 amarillo, su primer coche.
Fermín sabía muy bien que estaba lejos, muy lejos, lejísimo, de ser un obrero explotado por el sistema capitalista mundial o algo por el estilo pero sin embargo sentía aquella guardia como una esclavitud. Como un espejo de la explotación del hombre por el hombre vivida carne propia. En la ambulancia, su primera elección, se sintió morir porque implicaba no solo el peligro de horas y horas en el vertiginoso tránsito de Buenos Aires sino el tener que compartir las veinticuatro horas con dos hombres, el chofer y su acompañante, que provenían de mundos diferentes al suyo. Los ambulancieros, así los llamábamos, eran amos y señores en las calles de la ciudad. Transgredían todas y cada una de las reglas de tránsito amparados en la salud pública, la más de las veces apurados pero sin necesidad alguna. Desde aquella experiencia cada vez que escuchaba un sirena de ambulancia decía, bromeando: ahí van a comer apresurados a una pizzería. Fermín no tenía ninguna autoridad real sobre los choferes. Con su Citróen la guardia se hizo más tolerable pero no dejaba de ser vivida como una esclavitud. Con el paso del tiempo comprendió que sus exagerados pesares no eran otra cosa que el lamento injustificado de un auténtico malcriado que por primera vez en su vida le tocaba trabajar.
Uno de aquellos sábados a la noche. Lo llaman para un auxilio médico en Caballito. Era una fría y atractiva noche porteña para cualquier cosa menos para ir a ver un enfermo en el barrio de Caballito. No era un caso de mucha urgencia, según el parte de la coordinación, por lo que se demoró un buen rato para salir. Fue en ese tiempo de rémora en que lo volvieron a llamar pero esta vez era un familiar del paciente, un hombre al parecer mayor, que con voz firme y segura anulaba la solicitud de asistencia, disculpándose amablemente de las molestias ocasionadas.
- Así como la vida tiene sus sinsabores también tiene sus momentos dichosos- pensó Fermín.
Recordaba muy bien el sentimiento de alegría por aquella suspensión. Pero la alegría duró solo un rato, quizás media hora después de la suspensión, pues otra llamada, esta vez de su jefe, le reprendía por no haber ido a ver al paciente.
- Lo suspendieron- dijo, casi gritando en su defensa- no fui porque lo suspendieron…
- No Miranda, no. Fue el paciente… el paciente - repitió con ironía- fue quien anuló el auxilio… ¡Te engañó!
Palabras más, palabras menos, el jefe aceptó la excusa aunque con cierto fastidio. Y con razón – pensó Fermín- ya que él tuvo haber chequeado con sus jefes la suspensión… Lo cierto es que Fermín, con prisa buscó su auto, tomó por la calle Ecuador hasta la avenida Córdoba, luego Ángel Gallardo, Gaona… hasta el barrio de Caballito. Este barrio, muchas veces lo pensó, tenía algo de la ciudad de Corrientes. Es un barrio chato, con pocos edificios y muchas casas como en su ciudad. Fermín llevaba en Buenos Aires apenas unos cuantos años.
En no más de veinte minutos estuvo en la casa del enfermo.
Lo atendió una mujer que dijo ser la esposa. Toda la decoración de la casa era austera y sobre un mueble antiguo estaba uno de los símbolos que identifican a las casa judías. No era la estrella de David sino como un candelabro muy característico pero que Fermín no sabía cómo se llamaba. La mujer al ver que miraba el candelabro dijo:
- Somos judios.
Luego explicó que su esposo había tenido un crisis muy agresiva. Que nunca fue así pero que ahora tenía ataques de ira…
- Nunca me lastimó pero esta vez estuvo a punto. Mire – dijo señalando unas porcelanas hecha trizas en el piso- está todo hecho un desastre.
Luego lo acompañó hasta la habitación donde estaba el enfermo. Había que atravesar un oscuro pasillo.
Fermín ni bien entró al cuarto, saludo al enfermo, pero este no le respondió. Tenía los ojos abiertos pero miraba fijamente a un punto en dirección a sus pies, ignorando totalmente la presencia de Fermín. A una pregunta de Fermín, se sumó otra y otra pero todas chocaron con un mutismo total. Si el enfermo había sido el que llamó para suspender la visita era evidente que el que no hablara era un signo de rechazo a su presencia. La sensación de hablar y de no ser respondido era muy desagradable por lo que decidió no preguntar nada y hacer, él también, el mismo silencio. Dejaría pasar unos minutos y se iría. Qué hacer si no. Se quedó sentado al lado de la cama del paciente haciendo tiempo. En realidad, se quedó pensando en no quedar mal con la mujer del paciente. Pensó que quizás ese temor difuso a la mujer era el mismo que sentía frente a las mujeres de su vida. Sentía que tenía que rendir cuenta ante ella del rechazo de su marido. Que quizás le importaba muy poco la salud del paciente, al menos no tanto, y sí, no quedar mal con la mujer. Una mujer mayor a la que ni siquiera conocía. De hecho, fue para satisfacer a la mujer que se quedó un tiempo que en realidad consideraba inútil. Siguió sentado al lado de la cama en silencio, haciendo tiempo.
Cuando, al fin decidió marcharse observó por primera vez una biblioteca atestada de libros. Se sorprendió y pensó que era imposible no haberla visto de entrada. Sin embargo no la había registrado antes. Estaba en una pared al lado suyo. Recordó que Norman Mailer, el escritor, decía que las bibliotecas daban profundidad a las casas. Algo cambió en él al ver la biblioteca. El hombre tendría unos 60 años, tal vez más, estaba en mutismo, muy probablemente sea un loco que lo rechazaba… pero leía. Sin pedir permiso empezó a recorrer la biblioteca que ocupaba toda la pared lateral. El enfermo seguía impertérrito en su actitud.
Lo primero que saltó a su vista fue que la biblioteca tenía muchos de libros de ajedrez. Primero pensó que era solo un sector pero luego vio que casi todos eran libros de ajedrez. De inmediato rememoró sus tiempos en que él también jugaba en el club de ajedrez de su ciudad. Una sede un tanto ruinosa debajo de las tribunas del Club Córdoba de la calle San Martín casi Catamarca.
Tomó uno de los libros al azar: Técnicas de Ataque en ajedrez de Raymond Edwards luego otro Finales de Peones de un tal Maizelis… los ojeó vio que las jugadas se anotaban como en los viejos tiempos P4R (Peón 4 Rey) y no como ahora con letras y números. Efectivamente, eran libros viejos. Los volvió a poner en su lugar cuando escuchó, la misma voz que había escuchado en el teléfono solo que ahora dichas por el hombre desde la cama:
- ¿Ud. juega al ajedrez?
La sensación de Fermín fue primero de sorpresa pero luego tuvo una sensación de alegría. La misma alegría que había sentido cuando amablemente suspendió la visita solo que ahora porque rompía el mutismo en el que estaba…
- Jugaba… antes jugaba… y Ud.? Dijo sin dejar de mirar a la biblioteca. Como si hubiera sido natural que el hombre le hablara…
- Igual que Ud. Sí, igual que Ud., doctor …jugaba. Sí, en el pasado jugaba, como Ud. - Hizo una pausa y volvió a repetir: ju ga ba…
Había algo tierno en su voz, algo de cierta tristeza que se concentraba en el pasado del verbo jugar… Su voz era la misma que le había hablado por teléfono solo que aquella era impostada. En el teléfono simuló esa firmeza que suelen tener las voces de los poderosos… las voces de aquellos que sienten que el mundo es su propiedad privada… La voz que ahora se dirigía a él era suave, humilde y agradable…
- Veo que casi todos los libros son de ajedrez… dijo Fermín, y detuvo su mirada en una foto de Bobby Fischer enfrentado a Boris Spasky…
- La saqué yo…
- ¿Qué?
- La foto... que a la foto, la saqué yo. La saqué en un viaje a Rusia…
- Hay muchos libros de ajedrez, ¿no?
- Sí. Casi todos. Y esos que están allí- señaló un estante de abajo- son míos.
- ¿Cómo que son suyos?
- Sí, míos. Los escribí yo. La foto... la foto que Ud. miró recién fue un match extraordinario… yo viajé a Moscú para verla… Todos amábamos a Bobby…
- Es increíble! Aunque Ud no me crea, yo también lo conocí, dijo Fermín. Fischer estuvo en Corrientes, la ciudad desde donde yo provengo.
- Sí. Es verdad… - dijo él sin mirar a Fermín- Fischer hizo una gira por la Argentina… Lo sabía…
- Fue inolvidable para mí- dijo Fermín mientras volvía a sentarse al lado de la cama- Jugó unas partidas simultáneas contra veinte jugadores… Era un hombre imponente. Daba la vuelta a las veinte mesas haciendo sus jugadas… y si algún contrincante no había hecho su jugada cuando él llegaba...golpeaba la mesa con una birome, impaciente. Sé que terminó loco…
Fermín, ni bien terminó de nombrar la locura del gran Bobby Fischer se arrepintió y trató de arreglarlo, dijo:
- Era un maestro fascinante… se hizo una película muy linda sobre su vida… Looking for Bobby… es con Ben Kingsley… es sobre un niño prodigio...
- Era un fuera de serie… lastima que como Ud. dijo estaba loco… bueno, tan loco como yo- dijo con una sonrisa amarga.
Fermín hizo como que no escuchó esta afirmación y dijo:
- De todos los que jugaron contra él las simultáneas, sólo Rolando Cánepa, un escritor de Corrientes al que tuve la suerte de conocer, logró hacerle tablas…
En el medio de la conversación, que Fermín la sentía como un logro, vio que la mujer abrió la puerta y asomó la cabeza. De inmediato volvió a cerrarla. Imaginó que la mujer estaría en paz y agradecida. Olvidó por completo que era una de sus noches de esclavitud laboral y continuó una larga conversación con quien resultó ser uno de las máximas autoridades de ajedrez del país.
El Sr. B. M. W. – Fermín no quería revelar su nombre- le dijo que si bien él era un buen jugador profesional su temperamento le jugaba una mala partida…
- Además de saber del juego…hay que tener tenacidad y una templanza que yo no poseía. Que nunca tuve. – dijo con pesar.
Hizo una pausa, como si le costara seguir hablando y luego dijo:
- Por eso me dediqué a asesorar. Luego de salir campeón argentino, dejé de jugar y por un largo tiempo fui el asesor de Marcelo Tempone que también llegó a ser campeón argentino… También he sido maestro de ajedrez en diferentes instituciones. (Fermín recordaba que el joven maestro de ajedrez, Jorge Gómez Baillo de la ciudad de Corrientes había vencido a Marcelo Tempone alguna vez, pero no dijo nada)
El encuentro terminó en un saludo cordial sin ningún consejo o indicación médica por parte de Fermín. Solo fue el encuentro. El maestro de ajedrez se levantó de la cama y sacó un libro sobre Karpov, uno de los libros de su autoría, y se lo obsequió. Antes, escribió en la primera página, con una letra temblorosa e ilegible, una dedicatoria a Fermín en la que solo se podía leer con claridad las palabras: afecto y ajedrez.
Este trabajo fue publicado el 20 de septiembre de 2020 en la revista Ñakira de Carlos Benjamín
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