El Cristo del ataúd de Roberto Arlt -Escrito en su visita a la ciudad de Corrientes en 1933-
Cruzo la plaza Sargento Cabral, de la
ciudad de Corrientes. Una manzana baldía, fúnebre, con media docena de
arbolitos pelados, un sol de plomo y viejas con la cara hecha un nidario de
serpientes de tanta arruga, pañuelos negros en la cabeza, sayas desmanteladas y
cigarro de hoja consumiéndose en el vértice de los labios. Las palmeras
sobrepasan los techos de las casas con sus troncos finos y lisos. En el remate,
un plumero verdulenco.
En el plinto de la estatua del prócer que
da nombre a la plaza, un ramo de flores marchitas. Enfrente, la catedral, de
torres revestidas de azulejos blancos y celestes. Atravieso una puerta y me
encuentro en un gran patio enverjado y entro a la catedral.
De entrada, le acoge a uno la frescura
magnífica de sus muros sombreros y altas cúpulas austeramente encaladas. En el
desierto de los escaños, dos o tres ancianas hacen sus oraciones. Miro a un
costado, y en un rincón, sobre un catafalco de madera, junto a una placa de
bronce que da fe que doña María Luisa Perichona fue una matrona virtuosa,
distingo una parihuela, y sobre la parihuela o camilla, un ataúd de vidrio
conteniendo a un Cristo.
¡Y qué Cristo!
Este no es el de la entrada de Betlem, con
el asno y las arcadas de ramas y palmas, ni tampoco el otro Cristo del huerto,
ni el de la noche de la flagelación. Este es el Cristo muerto, listo para ser
enterrado. Qué artífice maravilloso, indígena o español, talló este Cristo, no
lo sé, pero es magnífico por lo impresionante. *
Para darme cuenta de las dimensiones de la
parihuela, camino y advierto que, con sus dos brazos adelante y otros dos
atrás, para sacarla en las procesiones, mide ocho pies de largo.
El ataúd de dimensiones normales, tiene
las juntas de vidrio tomadas por marcos de madera labrada. En las caras del catafalco,
talladas por mano parca, los instrumentos de tortura, la cruz, las escala a la
diestra y la lanza de Longino* a la siniestra.
Mas lo que localiza la atención del
visitante es el ataúd de cristal. Al pronto de mirar, la figura del ajusticiado
se nos aparece envuelta en un plegado sudario de gasa plateada; una nube que
torna casi invisible el cuerpo horizontal.
Pero se acerca uno, y de pronto, bajo la
gasa estriada por nervaduras de luz, descubre el cuerpo desnudo del Cristo: un
cadáver amarillo que en la soledad de su ataúd debe impresionar el alma
candorosa de los penitentes.
Observase entonces que los brazos del
muerto están tomados por fajas de bayeta para que no caigan al costado, y lo
mismo ocurre con las manos junto a los pulsos. Las tumultuosas rodillas marmóreas
encimadas una sobre otra, apretadas por las rótulas; los pies casi desnudos,
con los dedos retorcidos aparecen entre borlas de estrujados hilos de plata; y
si uno recorre la vista a la cabeza del sublime Supliciado, distingue los
tendones del cuello desgarrados, la oreja del lóbulo inmenso aplastada en un apelmazamiento
de crines achocolatadas.
Goterones de sangre han cuajado en las
sienes del muerto; la cabeza con el cuello tenso es pavorosa y primitiva.
Y este semblante tiene unas como patillas
de chocolate, y por el lado que se le mira aparece encogido, paralizado
súbitamente en un estertor agónico, del cual ni la propia rigidez de la muerte
ha podido enderezarle.
Y la miseria del cadáver envuelto en el
magnífico sudario se hace más patente y amenazante. Cuatro candelabros, uno en
cada vértice del marco color avellana, están destinados a prestarle luz de
velorio en los días de Semana Santa. Entonces ocho hombres robustos, escogidos
por su fe, toman la pesada parihuela, y marchando a la cabeza de la procesión
se encaminan por estas calles secas y ásperas y debe ser espectáculo terrible y
de muy larga recordación el que produzca, en los entendimientos sensibles, un
desfile así encabezado.
Porque el primer deseo que produce este
Cristo amortajado, contraído dentro de su caja de cristal, es el de acongojarse
por todos los pecados de la humanidad.
Su vista trae el pensamiento de la muerte
que debe sobrevenir a cada ser humano, y una muerte tan fresca y tan próxima,
que para aquel que no discierna rápidamente, esta pudo hacer ocurrido ayer, e
involuntariamente se evoca un tumulto de cabezas cobrizas, de mujeres
amojamadas***, de hombres de ojos sombríos, con pañuelos rojos al cuello,
rodeando con algarabía de lamento el féretro transparente, y el efecto que en
las imaginaciones indígenas producirá tal pavorosa visión.
Cuando uno sale de la catedral encuentra
menos fúnebre la plaza desierta, con media docena de árboles éticos tostándose
al sol.
Notas de F. A.
*El
Cristo yacente es obra de José Brasanelli (siglo XVIII). El cofre que lo
contiene es del tallador español Don Julio Pomares.
*** Según la tradición, el centurión
Cayo Casio Longinos estaba al mando de los soldados romanos en la Crucifixión
de Jesucristo en el Gólgota, y fue quien atravesó el costado de Cristo con una
lanza.
***Amojamadas tiene por sinónimos a acartonadas,
momificadas o apergaminadas.
- Texto extraído del Libro El País del Rio (Editorial EDUNER)
Gracias F.A., por hacernos conocer este maravilloso texto!. Para mí es un descubrimiento!. Emociona y a la vez estremece! Nos motiva a leer más de Arlt. Gracias
ResponderEliminarViste qué hermoso texto, querido Guito... Gracias por comentar...
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